Tuve claro que quería ser profesora desde que era pequeña.
Todo empezó cuando ayudaba a mi hermano a hacer los deberes. Me encantaba enseñarle matemáticas, ayudarle a sumar y restar, mostrarle cómo usar la calculadora…
Su satisfacción al aprender me hacía tan feliz que fue ahí cuando decidí que cuando fuese mayor quería ser profesora.
Tras muchos años y horas de esfuerzo pude cumplir mi sueño. Después de la carrera y el máster, preparé la Capacitación y obtuve mi certificado.
Tras conseguir la plaza me encontré una mañana de septiembre delante de 30 personas a las que iba a enseñar y a llamar “alumnos”.
Aquella sensación no se puede describir con palabras. Dentro del nerviosismo al que te enfrentas, encuentras la tranquilidad de estar haciendo aquello que sientes y por lo que has peleado duro.
Te acuerdas de los consejos que te dieron en la carrera, de los fallos que corregiste en el máster y de las claves y conocimientos que te ofrecieron desde el Centro de Idiomas de la UMH.
Respiras y te relajas para comenzar a enseñar, a formar a las futuras generaciones que aspiran a convertirse en bomberos, ingenieras, médicos o, quién sabe, presidenta del Gobierno.
Esa sensación de satisfacción que sientes en ese momento inclina la balanza positivamente ante todos los trabajos, esfuerzos y noches sin dormir por los que has pasado para llegar adonde estás.
Porque cuando un niño, un joven o un adolescente aprende algo nuevo cada día, todo lo demás merece la pena.